Cuando se trata de un diccionario, su historia no se puede desimbricar de la historia de sus autores. María Moliner, Paul Robert —iniciador de la gran tradición lexicográfica francesa de los diccionarios “Robert”— o Sir James Murray —quien dedicó toda su vida al Oxford English Dictionary— han dejado testimonios de la manera en que la elaboración de sus diccionarios determinó sus propias historias y del modo en que sus propias historias dejaron su huella en los diccionarios. La historia del Diccionario del español de México tampoco puede separarse de la vida de sus autores y particularmente de la mía. Por eso le pido al lector que disculpe el entrelazamiento de historia personal e historia del diccionario que advertirá al comienzo de estas páginas. Corro el riesgo de que piense que tienen una finalidad autocelebratoria, pero espero que lo que cuento lo convenza de que, lejos de eso, mi objetivo es explicar no sólo la manera en que hicimos este diccionario, sino también sus avatares.
Hay veces en que la fortuna, que es 
una diosa, se junta con la 
generosidad, que es una 
virtud. Cuando eso sucede, hay 
algunos que 
reciben, inmerecidamente, 
sus dones. Este es mi caso y 
este es el 
origen del Diccionario del 
español de México (DEM).
En algún momento de comienzos 
del año de 1972, don Antonio 
Carrillo 
Flores, antiguo secretario de 
Relaciones Exteriores, de 
Hacienda, 
embajador de México en 
Washington y, en ese entonces, 
director del 
Fondo de Cultura Económica, se 
encontró con el presidente 
de El 
Colegio de México, don Víctor L. 
Urquidi, y le expuso su 
inquietud, 
basada en su propia 
experiencia 
internacionalista, de que 
México no 
tuviera un diccionario 
propio, que correspondiera a 
su historia y a su 
cultura, como sí lo tenía Estados 
Unidos de América en la 
tradición de 
los diccionarios de Noah 
Webster, ese patriota de la época 
de 
fundación de su país, 
continuada por la casa Merriam-
Webster, de 
Massachussets. Don Antonio 
Carrillo Flores notaba, como muchos 
mexicanos, 
hispanoamericanos e 
incluso españoles, que los 
diccionarios 
de la Academia Española no 
correspondían ni al estado 
actual de la 
lengua, ni mucho menos a la 
manera en que había 
evolucionado en cada 
región hispanohablante, 
arraigándose en sus propias 
experiencias 
históricas. De ahí que le preguntara 
si El Colegio de México sería 
capaz de emprender la 
elaboración de un 
diccionario que, a la larga, 
se convirtiera en un “Webster 
mexicano”. Don Víctor, cuya 
visión del 
futuro y cuya capacidad para 
imaginar nuevos ámbitos de 
investigación 
impulsó tantos estudios 
nuevos en El Colegio, pasó la 
pregunta a 
nuestro director del Centro de 
Estudios Lingüísticos y 
Literarios, mi 
maestro Antonio Alatorre.
Una tarde pasó Antonio por mi 
cubículo y me contó 
aproximadamente la 
inquietud de don Antonio 
Carrillo Flores y la pregunta de don 
Víctor 
Urquidi: “Dijo Carrillo Flores que si 
alguno de los ‘genios’ de El 
Colegio sería capaz de escribir 
ese diccionario. ¿Tú crees 
que 
puedas?”. Me quedé 
sorprendido, asustado y 
halagado y, quizá en pocos 
segundos, con una audacia 
temeraria, le contesté que creía que 
sí. 
Entonces me pidió que 
escribiera un dictamen, de 
unas cuantas páginas, 
acerca de la posibilidad de 
escribir el diccionario. 
	
La fortuna me había dado cinco 
profesores que me habían formado y 
que 
me habían llevado a tener unas 
cuantas ideas acerca de la 
lengua 
española contemporánea y de 
su carácter mexicano: Antonio 
Alatorre y 
Margit Frenk, cuya concepción 
abierta y rica de la lengua 
española y 
cuya flexibilidad normativa se 
nos habían transmitido como 
estudiantes; Juan M. Lope Blanch, 
hispanista pero no 
españolista, 
quien había iniciado los 
estudios de geografía 
lingüística y 
dialectología en México; Klaus 
Heger, teórico de la semántica y de 
los 
primeros en tomar en serio el 
papel de la cuantificación y 
de la 
computación electrónica en 
lingüística; y Kurt Baldinger, antiguo 
colaborador de Walther von Wartburg 
en la elaboración del gran y 
todavía insuperado 
diccionario etimológico del 
francés Französisch 
Etymologisches Wörterbuch. Nunca 
imaginé, cuando cursaba con 
ellos 
materias y seminarios, que algún 
día podría conjuntar sus 
enseñanzas 
en la construcción de un 
nuevo diccionario.
El caso es que escribí el 
dictamen “Sobre la 
justificación de un 
diccionario de la lengua 
española hablada en México”, 
exclusivamente 
como un documento para 
Antonio Alatorre, don Víctor y don 
Antonio 
Carrillo Flores. Pocas semanas 
después, supe que don 
Antonio había 
presentado mi dictamen a la 
Junta de gobierno del Fondo 
de Cultura 
Económica y que nos invitaba a 
Antonio, a Lope Blanch y a mí, a 
desayunar en su casa de la 
calle de Texas, en la colonia 
Nápoles. Una 
mañana soleada nos 
presentamos a su casa y, 
durante un desayuno 
mexicano, con jugo de naranja, 
toronja, huevos rancheros, frijoles 
y 
café, que me produjo un ataque 
inmediato de gastritis, 
debido al 
nerviosismo que me consumía, 
don Antonio cedió la palabra a 
Antonio. 
Él, a su vez, dándole su lugar a Lope 
Blanch, se la cedió a éste. Lope 
Blanch, como lo demuestra su 
biografía, no se arredraba ante 
grandes 
empresas y por eso fue capaz 
de planear, dirigir y llevar a cabo 
el 
Atlas lingüístico de México; sin 
embargo, ese día sostuvo que 
un diccionario mexicano 
era irrealizable, pues había que 
tomar en 
cuenta que la Academia 
Española, todavía después de 250 
años, era 
incapaz de ofrecernos un 
diccionario de la calidad 
del Webster, como 
lo deseaba Carrillo Flores. 
Antonio, cuidadosa y 
gallardamente, 
sostuvo en su intervención 
que Lope tenía muy buenos 
argumentos, pero 
que se trataba de comenzar una 
empresa de esa clase y que 
alguien 
tendría que hacerlo alguna vez. 
Finalmente me cedieron la 
palabra y 
defendí mi dictamen, temeroso 
de la reacción de Lope Blanch, 
cuya 
capacidad para romper lanzas 
en cualquier liza conocía yo 
bien de mis 
años de estudiante. También 
agregué que me era imposible 
saber cuánto 
nos tardaríamos, pues la 
historia de la lexicografía 
demuestra que 
todos los autores de 
diccionarios se han 
equivocado en sus cálculos, y 
en la época del presidente 
Luis Echeverría ya sabíamos que él 
quería 
que todas las cosas se 
hicieran “para ayer”. Don 
Antonio concluyó el 
desayuno ofreciéndonos 
hablar con el presidente de la 
república para 
que financiara el proyecto y agregó: 
“Por mis largos años de 
experiencia en el gobierno 
mexicano, le aseguro que 
ningún gobierno se 
atreverá a interrumpir el 
financiamiento de un trabajo 
como este”.
Salimos de la casa de don 
Antonio y, al llegar a El Colegio, Lope, 
imperativo, me dijo: “Le invito 
un café”. En la cafetería de El 
Colegio, inclinado hacia mí me 
dijo: “¿Se da usted cuenta del 
lío en 
que se ha metido?” Debo haberle 
contestado, tartamudeando, que 
sí.
Pocas semanas después se 
presentó ante mí Martín Casillas para 
decirme 
que en IBM se habían 
enterado de lo que planeaba 
hacer 
y que esa empresa nos ofrecía 
todo el trabajo de cómputo 
gratuitamente. Sorprendido, le 
contesté que lo consultaría con 
don 
Víctor Urquidi y éste lo descartó, 
pues prefería que todo el trabajo 
se hicieran en máquinas del 
sector público (años después, 
Antonio 
Zampolli, director del Centro 
Nazionale Universitario di 
Calcolo 
Elettronico, de Pisa, me contó que 
IBM se había 
apresurado a plantearle la 
posibilidad de 
hacer un sistema de cómputo 
para un diccionario como el 
nuestro, una 
propuesta que llevaron a cabo, 
independientemente, años 
después).
Aunque IBM y el ABC de Madrid se habían 
enterado antes del proyecto, 
éste no se dio a conocer hasta 
que se 
publicó en La Gaceta del Fondo 
de Cultura Económica en su 
número 19 de 1972, páginas 1 a 6. Las 
paredes oyen.
El presidente Echeverría nos 
concedió un fideicomiso 
con capital para 
cuatro años de trabajo. El Colegio 
alquiló un departamento enfrente 
de 
su edificio, en la calle de 
Guanajuato, y me dediqué a 
buscar los 
colaboradores necesarios. 
Así se integraron Luz Fernández 
Gordillo y 
Carmen Delia Valadez, ambas 
egresadas también de El Colegio. Se 
agregaron a ellas dos alumnas 
mías en el Centro: María Ángeles Soler y 
Paulette Levy. Omitiré mencionar otros 
colaboradores, que pasaron 
poco 
tiempo con nosotros. Invertimos 
parte del dinero del 
fideicomiso en 
formar una biblioteca de obras 
de consulta y de libros y 
revistas 
especializados que nos 
pudieran ayudar a planear 
bien la investigación 
y la redacción del 
diccionario. Por supuesto, 
también gastamos en 
muebles, archiveros y máquinas de 
escribir; al terminar de darle 
sustancia al proyecto, también 
sirvió para que viajara yo a 
consultarlo con Kurt Baldinger, Paul 
Imbs (director del Trésor de 
la langue française), Bernard 
Quemada (director del Centro de 
Estudios del Vocabulario 
Francés, de Besançon), Alain Rey y 
Josette 
Rey-Debove (director y redactora en 
jefe de los diccionarios Le 
Robert) y Jean Dubois (director de 
lexicografía de la casa 
Larousse). El resto, la mayor parte, 
se consumió en nuestros 
salarios.
Al comienzo teníamos dos 
problemas centrales: cómo saber 
cuál era el 
vocabulario usado en el 
español de México y cómo 
reunirlo. La 
tradición lexicográfica 
mexicana de García Icazbalceta, 
Feliz Ramos i 
Duarte, Francisco J. Santamaría, 
Marcos E. Becerra y varios más era 
regionalista y prescriptivista. 
Es decir, sus diccionarios 
recogían 
sólo voces que se 
considerasen 
“indigenismos”, 
“vicios”, “barbarismos” 
y “solecismos” que se 
usaran en México y no en 
España o en otras 
regiones del mundo 
hispánico. Era una tradición 
de registro de voces 
pintorescas y diferentes de 
las que aparecían en los 
diccionarios de 
la Academia y se 
seleccionaban 
precisamente por no estar 
incluidas en 
ese diccionario. Muchos de 
ellos titularon sus 
diccionarios para 
destacar lo incorrecto de las 
voces que contenían, aunque 
con un gusto 
casi perverso por ellas: 
afirmaban la incorrección de 
nuestros 
regionalismos, pero gozaban 
apuntándolos. Así, los 
diccionarios de 
mexicanismos se ocupan 
tradicionalmente de un 
vocabulario marginal 
para la Academia y para la idea 
de la lengua que ésta difunde. He 
llamado “conciencia del 
desvío” al modo en que trata el 
vocabulario la 
práctica lexicográfica 
regionalista, que caracteriza a la 
tradición 
lexicográfica mexicana y, en 
general, a la lexicografía 
hispánica, 
pues tanto Hispanoamérica 
como España están de acuerdo 
en esa 
concepción, aunque desde 
sus diferentes 
posiciones: metropolitana y 
periférica. En consecuencia, 
un nuevo diccionario de 
regionalismos 
mexicanos, de 
mexicanismos, no podía 
responder al reto inicial de 
escribir un diccionario 
de la lengua española tal como la 
usamos los 
mexicanos, según el modelo de 
Webster, pues ese 
diccionario es 
precisamente un 
diccionario 
estadounidense de la 
lengua inglesa, que 
se centra en el uso de su país, 
no un diccionario de 
regionalismos 
estadounidenses.
Günther Haensch es el autor de la 
distinción entre 
“lexicografía 
diferencial”, la de la tradición 
de los regionalismos, y 
“lexicografía 
integral”, la de la tradición 
académica, hasta entonces sólo 
practicada por la Academia 
misma en España (y las 
editoriales 
comerciales dependientes 
de su diccionario) y con 
clara delimitación 
metropolitana; no olvidemos el 
lamentable dicho de Leopoldo 
Alas: “los 
españoles somos los 
dueños del idioma”. En 
cambio, lo que nosotros 
queríamos era un diccionario 
integral del español, basado 
en el uso 
mexicano. No, como lo publicó 
alarmado el ABC 
de Madrid, para “dar nuestro 
nuevo grito de 
independencia”, ahora 
lingüística, y producir un 
“cisma de la lengua 
española”, sino para 
corresponder a una lengua que, 
en México, está en el origen de 
nuestra 
nacionalidad y de nuestra 
cultura, sin negar la siempre 
deseada unidad 
del español y también sin 
menospreciar la rica 
actualidad de las 
lenguas indígenas.
Así que teníamos que construir 
una base de datos que nos 
permitiera 
conocer el uso del 
vocabulario del español en 
México. Una base que 
registrara nuestra manera de 
hablar, que comparte con España e 
Hispanoamérica un gran 
porcentaje de vocablos, pero 
que tiene sus 
diferencias en el 
significado y en el uso, aun 
en vocablos muy 
comunes, para darle el 
reconocimiento que se 
merece.
La tradición lexicográfica 
hispánica ha estado 
dominada por la 
Academia Española. Todo 
vocablo que ella no introduzca 
—“que no 
acepte”— en sus 
diccionarios, “no 
existe” para los 
hispanohablantes; 
todo significado que difiera 
de los que define, es 
sospechoso de 
barbarismo. A lo largo de los siglos 
el predominio ideológico y 
prescriptivo de la Academia logró 
que cualquier otro 
diccionario 
integral del español no fuera 
sino una refundición del 
académico, con 
algunos retoques. Esto se 
puede afirmar, incluso, del 
Diccionario 
de uso del español de 
doña María Moliner. A la vez, los 
diccionarios de 
regionalismos, 
diferenciales, determinan su 
vocabulario y sus 
significados comparándolos 
con el de la Academia, 
bajo la suposición, 
completamente falsa, de que el 
diccionario 
académico refleja mejor la 
realidad del español 
“general”. En 
consecuencia, nuestro 
método de trabajo no podía 
consistir, como 
alguien propuso en las 
primeras reuniones, en 
repartirnos los folios 
del último diccionario de la 
Academia (abreviado DRAE) 
entre los integrantes del grupo, 
ir marcando qué vocablos 
conocíamos y 
apuntando los que nos fueran 
brotando de la memoria y no 
estuvieran 
incluidos en el DRAE. 
De haber actuado así, habríamos 
logrado un caprichoso acervo 
de vocablos que sólo por 
coincidencia 
corresponderían al uso 
mexicano.
Necesitábamos, por lo tanto, 
construir nuestra base de 
datos de otra 
manera, que nos garantizara un 
acervo fidedigno del uso del 
español en 
México, sin intervención 
alguna ni de nuestros 
propios y limitados 
conocimientos, ni de 
nuestras preferencias 
normativas. Lo mejor sería 
reunir una gran cantidad de 
textos y grabaciones para 
sacar de ellos 
imparcial y objetivamente, el 
vocabulario buscado. Pero 
¿cuántos, 
cuáles y cómo? Sería imposible 
ponernos a leer nosotros 
mismos todo lo 
publicado y asequible e ir 
entresacando de ellos todos 
sus vocablos, 
pues entonces de veras 250 
años no nos habrían bastado. 
En cambio, el 
uso de la computadora 
electrónica, que ya estaba 
entronizado en las 
ciencias naturales y en la 
administración, nos podía 
permitir “leer” 
grandes cantidades de 
textos sin intervención de 
nuestros juicios, 
registrar todas las palabras 
contenidas en ellos, contar 
cuántas veces 
aparecía cada una de ellas y 
elaborarles una ficha con los 
contextos 
en que se presentaran.
Había dos experiencias 
previas de esta manera de 
proceder: la de Henry 
Kucera y W. Nelson Francis en el 
Computational Analysis of 
Present Day American English, y la de 
Paul Imbs, para el Trésor 
de la langue française. En la 
primera investigación, Kucera y 
Francis reunieron poco más 
de un millón de apariciones 
de palabras, 
entresacadas aleatoriamente 
de una muestra de textos; en la 
segunda, 
con el gran impulso 
nacionalista francés del 
general De Gaulle, habían 
alimentado con miles de obras 
francesas su computadora, 
para reunir 
cerca de 70 millones de 
apariciones de palabras. Nuestra 
primera enseñanza 
cuantitativa fue comprobar que, 
mientras 
Kucera y Francis habían 
obtenido de su corpus 50?000 
vocablos 
distintos, Imbs sacó del suyo 
sólo 71?000 diferentes. Eso quería 
decir 
que, como enseñaban todos 
los estadígrafos lingüísticos, lo 
importante 
no era la cantidad de las 
obras fuente, sino la calidad 
de su 
selección.
Al comenzar el trabajo se formó un 
Consejo de redacción del 
diccionario, integrado por 
Antonio Alatorre, Raúl Ávila, Margit Frenk, 
Beatriz Garza, Juan M. Lope Blanch y Tomás 
Segovia, del Centro de 
Estudios Lingüísticos y 
Literarios, y Jaime García Terrés, Andrés 
Henestrosa, Carlos Monsiváis, 
Tito Monterroso y Gabriel Zaid. La 
función de ese Consejo 
consistió en ayudarnos a 
determinar el 
tratamiento que recibirían los 
vocablos, seleccionar una 
muestra de 
obras literarias y revisar las 
primeras redacciones que se 
fueran 
produciendo.
Para seleccionar los textos que 
habrían de conformar el Corpus 
del 
español mexicano 
contemporáneo (CEMC), 
siguiendo las 
enseñanzas relatadas y de 
acuerdo con los métodos de la 
estadística 
lingüística, era necesario 
reunir muestras de toda clase 
de géneros 
textuales y hablados, de autor o 
emisor mexicano, y crear con 
ellas 
varias agrupaciones 
distintas, que permitieran 
calcular la difusión 
del uso de cada vocablo 
(dispersión, técnicamente 
hablando) 
junto con su frecuencia de 
aparición. Pero antes de eso 
teníamos que 
definir lo que entendíamos por 
“español mexicano 
contemporáneo”. La 
lexicógrafa francesa Josette Rey 
Debove proponía que se 
considerara 
“vocabulario 
contemporáneo” 
(correspondiente a una 
sincronía 
práctica, en términos técnicos) 
aquel compartido por tres 
generaciones de hablantes 
que se comunican entre sí: 
abuelos, padres e 
hijos, de acuerdo con la 
esperanza de vida de cada 
época. Respecto de 
1973, nuestro vocabulario 
mexicano contemporáneo 
tendría que 
corresponder al comienzo del 
siglo XX, pero hay lugar 
para sospechar que la 
Revolución 
mexicana, entre 1910 y 1921, haya dejado 
una huella todavía 
inexplorada en la vida de las 
palabras, debido a los 
grandes 
movimientos de población que 
provocó la guerra civil y al 
enfrentamiento cultural e 
ideológico que estaba en 
juego. Por eso 
Carlos Monsiváis propuso que 
tomáramos como punto de partida 
de 
nuestra contemporaneidad 
tres acontecimientos 
históricos casi 
simultáneos: el fin del período 
armado de la Revolución, que 
asentó la 
población; la publicación de 
Los de abajo de Mariano 
Azuela, 
primera novela del México 
contemporáneo; y el comienzo de 
las 
emisiones radiales de la XEW, principio de la 
difusión nacional de 
noticias, 
costumbres y símbolos 
ideológicos. Así decidimos 
tomar en cuenta 
textos escritos desde 1921 hasta 
1974.
En seguida pasamos a 
diseñar la clasificación de 
textos y grabaciones 
que conformarían el Corpus. 
Tratamos de identificar cada 
clase 
o “género” de acuerdo con 
su pertinencia social. Así por 
ejemplo, en 
el género del periodismo se 
incluyeron junto a las 
noticias nacionales 
y los editoriales, algunos 
textos de crónica taurina; en el 
de textos 
religiosos, sermones y 
catecismos no sólo católicos, 
sino también 
algunos protestantes. Para 
seleccionar los textos 
literarios acudimos 
a un informe de la Biblioteca 
Nacional, en que se asentaba 
el número 
de ediciones y ejemplares 
vendidos de cada obra, y 
seleccionamos los 
supuestamente más leídos. Para 
los textos de ciencias y 
técnicas, 
pedimos a muchos asesores 
universitarios que nos 
dieran listas de los 
libros de texto más usados y de 
las revistas especializadas 
publicadas 
en México, etc. Se puede 
conocer pormenorizadamente la 
conformación del 
CEMC si se lee el libro 
conjunto de Isabel García Hidalgo, 
Roberto Ham y yo, Investigaciones 
lingüísticas en lexicografía, 
El Colegio de México, 1980.
El CEMC quedó formado por 996 
"textos" de dos mil palabras 
gráficas cada uno, dividido 
en 14 géneros. Esos “textos” 
están 
compuestos por párrafos 
aleatoriamente entresacados 
de las fuentes, 
por dos razones: la primera, 
contarrestar el predominio del 
estilo de 
cada autor, que tendería a 
privilegiar unos vocablos 
sobre otros; la 
segunda, aumentar el número de 
palabras diferentes que se 
encontraran. 
Es decir, es un corpus más 
grande que el de Kucera y Francis, 
pero mucho más pequeño que el 
del Trésor de la Langue 
Française; a diferencia del 
primero, que aisló palabras, el CEMC las conserva en su 
contexto, lo que es necesario 
para 
poder hacer posteriormente el 
análisis semántico de cada 
vocablo.
En 1973 era todavía raro utilizar la 
computadora electrónica en la 
investigación lingüística. La 
máquina se utilizaba sobre 
todo para 
hacer comparaciones entre 
listas de palabras, lo que nos 
planteaba la 
cuestión de la lista que habría de 
servirnos de referencia para 
el 
reconocimiento de las 
palabras del corpus. La práctica 
de esa época en 
Francia, en Italia, en Estados 
Unidos de América consistía 
en tomar un 
diccionario y cotejar con él las 
palabras de los corpus. En 
nuestro 
caso eso habría significado 
tomar el DRAE como 
referencia 
y reconocer nuestro 
vocabulario en relación con él. 
¿Qué pasaría con 
vocablos nuestros que el DRAE no contuviera? Que no 
los 
reconocería y, además, 
significaba seguir tomando 
como marco de 
referencia el diccionario 
académico. Por eso opté por hacer 
nuestro 
propio sistema de análisis 
automático de las palabras 
basado en sus 
propiedades morfológicas y de 
distribución sintáctica en 
los textos. 
Se puede leer una 
explicación amplia de este 
procedimiento en mi 
artículo “Méthode en 
lexicographie: valeur et modalité 
du dictionnaire 
de machine”, Cahiers de 
lexicologie, 29,2 (1976), 103-128. 
Pasamos cerca de un año 
elaborando el Analizador 
gramatical 
automático del DEM, que 
resultó ser el primer trabajo de 
esta clase en lengua 
española y el único —incluso 
hasta ahora— basado 
en reglas morfológicas y 
sintácticas. El Analizador 
significó 
para la matemática Isabel García 
Hidalgo el Premio Dr. Arturo 
Rosenblueth a Sistemas de 
Cómputo en 1981.
La capacidad de la 
computadoras en esos años 
era infinitamente menor 
que la que tiene hoy cualquier 
máquina portátil. Por principio, 
no se 
podía alimentar los materiales 
directamente a la máquina, sino 
que 
había que hacerlo mediante 
tarjetas perforadas. Como nuestro 
pequeño 
grupo de trabajo no tenía 
habilidades de perforista y 
habría 
significado una gran pérdida 
de tiempo si tratáramos de hacer 
ese 
trabajo nosotros mismos, 
contratamos una empresa 
especializada en ello 
y le entregamos todos los textos 
que habíamos coleccionado. 
Esas 
empresas se comprometían, bajo 
contrato, a perforar las tarjetas y 
verificarlas, pero con cierto 
margen admitido de errores. Así 
alimentamos la gran máquina UNIVAC 1106 del Centro Dr. 
Arturo Rosenbueth de la Secretaría 
de Educación Pública, gracias al 
apoyo de su director, el Dr. 
Enrique Calderón Azati.
Aquella máquina, de las mayores en 
México, sólo tenía 64 kilobytes de 
memoria de acceso directo (hoy, 
cualquier máquina de juegos 
infantiles 
la supera varias veces), por lo 
que los procesos de análisis 
y 
producción de resultados 
ocupaban toda la capacidad 
de la máquina y 
tenían que hacerse por partes. Llevó 
cerca de ocho meses, todas las 
noches, mientras la SEP 
dormía, hacer el análisis del CEMC.
Para finales de 1976 nuestro 
Corpus estaba analizado. 
Habíamos 
obtenido 1?891?045 palabras gráficas, 
que se redujeron a 64?183 
diferentes, un resultado un 
poco mayor que el de Kucera y 
Francis 
y un poco menor que el del Trésor. El 
CEMC fue 
el primer corpus de datos 
lingüísticos de la lengua 
española elaborado 
con la ayuda de una 
computadora electrónica. Junto 
con el 
Analizador, fue una primicia 
en la investigación 
contemporánea 
del español. La experiencia 
del Corpus confirmaba todas 
las 
predicciones de los 
estadígrafos que nos 
precedieron. Se terminaba el 
primer plazo del fideicomiso y el 
gobierno federal lo amplió por 
otros 
cuatro años.
Al reconocimiento automático 
de las palabras agregamos un 
sistema de 
cálculo de la frecuencia de 
aparición de cada palabra, 
tanto en cada 
género, por ejemplo, cuántas veces 
aparece la palabra parámetro 
en los textos científicos y 
técnicos, como en todo el CEMC; a partir de esos datos, 
calculamos la dispersión del 
uso entre todos los géneros, 
con lo cual podemos 
reconocer qué 
palabras son las más usadas 
en el Corpus mediante un 
índice que 
correlaciona el tamaño de 
cada género, la frecuencia de 
aparición de 
cada palabra y su dispersión. 
Ha sido este índice el que 
nos guía en 
la incorporación de vocablos 
al diccionario. Fue el 
estadígrafo 
Roberto Ham Chande el autor de ese 
sistema de análisis 
cuantitativo 
que, hasta la fecha, no ha sido 
superado 
internacionalmente.
Por último, el análisis del CEMC nos dio grandes 
listados 
de datos cuantitativos de 
todas las palabras 
encontradas y un gran 
conjunto de 
concordancias, es decir, 
para cada palabra, una 
lista de todos los contextos 
en que apareció en el Corpus. 
Armados con esos resultados, 
podíamos comenzar el análisis 
cualitativo 
y después la redacción del 
diccionario.
La lexicografía forma parte de la 
lingüística aplicada. Depende 
de la 
lingüística, sobre todo, en la 
concepción del signo y el 
significado 
que orienta el análisis 
semántico, en el análisis 
gramatical, en la 
interpretación de la 
complejidad del uso social 
de las palabras y los 
fenómenos normativos ligados a 
ella, en los planteamientos 
cuantitativos y en la manera de 
formular el sistema de análisis 
computacional; pero por sí 
misma no es una ciencia, 
sino una 
metodología que ofrece criterios y 
reglas de trabajo que, cuando se 
ponen en práctica, le dan su 
existencia real y la convierten 
en 
arte, como la definen los 
diccionarios. Un trabajo como 
este no 
podría haberse llevado a cabo 
sin conocimientos 
lingüísticos, pero no 
bastan esos 
conocimientos para 
componer el diccionario; 
para hacerlo, 
hay que encontrar una práctica 
lexicográfica que se va 
definiendo 
conforme cada vocablo plantea 
sus propias dificultades y 
que se 
consolida con la 
participación determinante 
de las personas que 
colaboran en el equipo de 
trabajo. Enseñar los criterios y 
las reglas 
de la lexicografía es 
relativamente sencillo; saber 
ponerlos en 
práctica requiere años de 
trabajo concienzudo y 
permanente, además de 
ciertas aptitudes de los 
lexicógrafos.
Una de las enseñanzas que 
obtuvimos en este sentido 
es que la 
profesión de lingüista no 
necesariamente lo habilita a 
uno como 
lexicógrafo. Para ser lexicógrafo es 
mucho más importante tener 
ciertas aptitudes que no se 
enseñan en la universidad: 
un interés casi 
universal por las cosas, que 
encuentre atractivo lo mismo en 
una 
receta de cocina que en un 
texto de genética; una práctica 
de la 
escritura y una voluntad de 
estilo, y conocimiento de 
otras lenguas, 
pues muchas veces ese 
conocimiento sirve para 
establecer contrastes 
con la lengua propia, que le 
permiten a uno tomar distancia 
de ella y 
le develan matices del 
significado oscuros para 
cualquier persona 
monolingüe. Fue así como el 
equipo del DEM fue 
modificándose, en un suave 
proceso de selección, 
durante el cual 
aprovechamos la capacidad de 
varios jóvenes escritores 
mexicanos que 
tenían esas aptitudes.
Comenzamos el análisis de los 
vocablos que nos proporcionó 
el CEMC entre 1976 y 1977. Cuando El 
Colegio de México se mudó 
al Pedregal de Santa Teresa, el 
equipo de trabajo ya había 
comenzado 
la tarea. Una parte del equipo se 
concentró en la documentación 
de los 
vocablos, junto con los 
resultados cuantitativos y las 
concordancias: 
la materia prima. Tomamos en 
cuenta todos los estudios 
particulares y 
todos los diccionarios 
mexicanos de regionalismos 
que pudimos 
encontrar. Formamos un grupo de 
“diccionarios testigo”, a 
base de 
trece obras —presididas por 
el DRAE— tanto integrales 
como de 
regionalismos —por ejemplo, el 
Diccionario de 
mejicanismos de 
Francisco J. Santamaría—, que nos 
sirvieron para verificar 
ortografías 
y acepciones, 
fundamentalmente, pero también 
para contrastar sus 
definiciones con las que 
nosotros mismos íbamos 
redactando. Otra parte 
del grupo se dedicó al 
análisis y redacción. Cada 
redactor, por su 
cuenta, tiene que estudiar los 
textos pertinentes cuando 
se trata de 
voces especializadas o de 
palabras cuyo significado 
se ha formado en 
la cultura y en la historia. Así, para 
poder redactar un vocablo 
característico de la física, hay que 
leer algunas obras 
especializadas 
que le permitan a uno hacerse 
una idea clara de su 
significado. Muchas 
veces hay que acudir a un 
consultor para pedirle 
precisiones o 
actualizaciones del 
conocimiento. Tratándose de 
botánica y de 
zoología, en especial, tan ricas y 
diversas, contamos con tres 
consultores que nos 
proporcionaron la información 
necesaria: los 
doctores Ramón Riba (de la 
Universidad Autónoma 
Metropolitana), y 
Javier Valdés y R. Martín del Campo (de la 
Universidad Nacional 
Autónoma de México). Para las demás 
materias hacemos consultas 
esporádicas a los demás 
asesores, listados en la página 8.
El DEM es un 
diccionario original; es 
decir, no refunde 
textos de obras anteriores 
sino que se basa en 
análisis nuevos e 
independientes de cada 
vocablo y sus significados. 
Para lograrlo 
seguimos el siguiente 
procedimiento: cada 
lexicógrafo debe analizar el 
vocablo sin tomar en cuenta 
estudios y diccionarios 
anteriores, 
basándose exclusivamente 
en los datos del CEMC y 
su propio 
conocimiento de la lengua; el 
primer producto de ese 
análisis es un 
borrador de la estructura de 
cada artículo lexicográfico (es 
decir, de cada texto 
presidido por una entrada 
en el 
diccionario, seguido por 
las abreviaturas de categoría 
gramatical, 
flexión y conjugación, y una 
serie de acepciones 
ordenadas, 
seguidas la mayor parte de las 
veces por ejemplos sacados 
de 
los textos del CEMC y por 
ejemplos de los usos 
habituales de 
las palabras, colocaciones, 
técnicamente hablando). Una vez 
escrito ese borrador, se 
enriquece con la lectura de 
obras 
especializadas de los temas 
en que suele utilizarse la 
palabra y 
después se contrasta con los 
“diccionarios testigo”, se 
corrige y se 
refina. Terminada esa primera 
redacción, pasa a un revisor, 
que repite 
el procedimiento como si el 
primero no hubiera existido y 
luego 
confronta su trabajo con el 
anterior.
Al principio el Consejo de 
redacción leía lo que 
producíamos y, aunque 
cada sesión era provechosa y 
divertida —hay que ver quiénes 
eran 
nuestros consejeros, con 
alguna excepción—, el tiempo 
que se consumía 
en ellas era demasiado y 
nosotros no lográbamos 
establecer una 
práctica homogénea y definida, 
sujetos a tan diversas y 
espontáneas 
opiniones. Las sesiones 
con el Consejo, naturalmente, no 
podían ser 
muy frecuentes ni durar mucho 
tiempo. He de reconocer que me 
costó 
trabajo identificar las causas 
de nuestras dificultades 
iniciales de 
redacción y asumir por completo, 
en consecuencia, mi 
responsabilidad 
como director del proyecto. Un 
equipo lexicográfico tiene 
que 
desarrollar una práctica 
especializada propia que lo 
profesionaliza y, 
para lograrlo, las opiniones 
externas, por bien 
intencionadas y muchas 
veces correctas que sean, se 
convierten en obstáculo, 
debido a su 
espontaneidad. El Consejo 
fue determinante en el 
planteamiento inicial 
del diccionario y del  CEMC, pero después resultó 
disfuncional, y dejé de 
reunirlo.
Para 1979 el equipo del DEM 
estaba en plena actividad. No 
sólo 
avanzábamos en la redacción, 
sino que habíamos abierto 
varios campos 
de investigación que hasta 
entonces eran 
desconocidos en México. 
Además de mantener activo 
nuestro Analizador, que 
deseábamos 
poder mejorar (un interés de 
investigación, ligado a la vez al 
desarrollo de la gramática formal y de 
la lingüística computacional), 
María Pozzi elaboró un sistema 
reductor de concordancias, 
la llamada 
“Horquilla”, que tenía la función 
de revisar automáticamente las 
concordancias de vocablos 
de alta frecuencia para 
seleccionar sólo las 
que nos mostraran patrones 
sintácticos diferentes, pero 
garantizando, 
a la vez, que no perdíamos 
información. Un trabajo así 
contribuía a 
reducir el tiempo de análisis 
por parte de los redactores. 
Nuestro 
contacto con los vocabularios 
especializados de las 
ciencias y de las 
técnicas nos llevó a hacer los 
primeros estudios de 
terminología del 
español en México y a tratar de 
difundir el interés por ese 
nuevo 
campo de la lingüística 
aplicada en el país. Igualmente, 
los 
resultados cuantitativos nos 
permitían ofrecer datos 
interesantes para 
audiólogos, psicólogos, 
neurólogos y maestros de 
escuela, interesados 
por conocer el vocabulario 
fundamental del español de 
México y sus 
características fonológicas y 
silábicas.
Creímos que, para poder avanzar más 
rápido —puesto que el 
fideicomiso 
lo exigía—, lo que hacía falta era 
aumentar el número de redactores, 
por lo que el equipo de trabajo 
creció; pero el efecto de ese 
aumento 
fue un crecimiento correlativo 
de las divergencias en el 
análisis y en 
los estilos de la redacción, 
que implicaba aumentar también 
el número 
de segundas, terceras y hasta 
cuartas revisiones, con lo que 
no había 
ganancia temporal y sí un mayor 
gasto en salarios.
En 1980 estalló un serio conflicto 
laboral en El Colegio. No sólo por 
el tiempo perdido mientras las 
instalaciones estuvieron 
cerradas, sino 
también por el enfrentamiento que 
se produjo entre el personal 
académico de El Colegio, nuestro 
trabajo se vio reducido y, hasta 
cierto punto, puesto 
injustamente en tela de 
juicio. Remontar ese daño 
implicó mucho esfuerzo, tanto 
colectivo como personal, 
durante varios 
de los años siguientes.
El país se acercaba al final del 
gobierno de José López Portillo, a la 
gran crisis económica, a la 
derrota presidencial a cargo 
de los 
especuladores y al comienzo 
del derrumbamiento del sistema 
político 
resultante de la Revolución. El presidente de la República formó la 
“Comisión Nacional para la 
Defensa del Idioma Español” y 
muy pronto el secretario de Educación, 
Fernando Solana, nos pidió 
que colaboráramos 
con ella, dándole, en el plazo de 
un año, un pequeño 
diccionario para 
uso de la escuela elemental.
Como todos los 
diccionarios, nosotros 
habíamos comenzado por el 
principio del abecedario: 
de la letra A pasaríamos a la B y así 
sucesivamente. Para poder 
entregar en un año un 
pequeño diccionario 
con esas características 
teníamos que suspender ese 
orden y, sobre 
todo, seleccionar los 
vocablos que debieran 
constituir el 
Diccionario fundamental del 
español de México. Así que opté 
por 
tomar el vocabulario fundamental, 
que habíamos sacado de 
nuestro 
estudio cuantitativo, y agregarle 
el vocabulario temático de los 
libros de texto gratuitos 
vigentes en esa época. Para 
reunir este 
último vocabulario, el equipo e 
dedicó a leer esos libros y 
entresacar 
el vocabulario, pues no 
podíamos esperar a que todos 
ellos pasaran por 
el proceso de perforación en 
tarjetas. Es decir que, después 
de seguir 
un proceso lineal en la 
redacción, pasamos a otro de 
ampliación 
concéntrica, en que se recorría 
el abecedario de la A a la Z dentro 
de 
unos límites fijados cada vez 
por el estudio cuantitativo. La 
Comisión 
del español, con el Fondo de 
Cultura Económica, publicó ese 
mínimo 
diccionario a mediados 
de 1982. Gabriel Zaid lo reseñó, 
justamente, en 
un artículo cuyo título, juguetón, era: 
“Jitomate, solanácea” 
(Vuelta 77, 1983), como un trabajo fallido 
a causa de la 
premura impuesta por la 
Comisión.
Pero la petición de Fernando 
Solana tuvo dos buenos 
efectos sobre 
nosotros: primero, fue una 
especie de examen para 
comprobar que 
estábamos trabajando; segundo, 
nos ayudó a consolidar 
finalmente una 
práctica y un estilo de la 
redacción guiados por 
criterios claros.
Como decía al principio, 
todos los autores de 
diccionarios se han 
equivocado al calcular el tiempo 
que les toma terminar un 
diccionario. 
En ocho años de trabajo habíamos 
completado una investigación 
muy 
valiosa del español de México, 
tanto para nosotros como, en 
general, 
para la lingüística hispánica; 
habíamos construido con éxito 
el primer 
sistema de análisis 
automático del español; 
habíamos ideado un sistema 
de cálculo cuantitativo que 
eliminaba la subjetividad en 
la selección 
de vocablos para el 
diccionario; pero habíamos 
terminado solamente un 
pequeño diccionario de 2?500 
artículos. Sin embargo, al ver 
plasmados 
en el Diccionario 
fundamental una idea clara del 
diccionario 
que queríamos hacer, un estilo de 
la redacción y un resultado que 
se 
comentó críticamente, me pareció 
que era más conveniente 
abandonar el 
proceso lineal de redacción y 
que continuáramos con 
procesos de 
ampliación concéntrica de 
nuestros diccionarios, que 
nos permitieran 
ofrecer novedades al público y a 
nuestras autoridades en 
plazos 
menores. Así fue como 
compusimos el Diccionario 
básico del español 
de México, publicado en 1986, a 
base del diccionario 
anterior y el 
vocabulario utilizado en la 
educación secundaria. Así 
llegamos a 7?000 
vocablos. Uno y otro de esos 
dos primeros y pequeños 
diccionarios 
pasaron por la revisión del 
Consejo Nacional Técnico de la 
Educación, 
que hizo comentarios sobre su 
contenido y nos solicitó 
adecuar varios 
de sus textos a las 
necesidades del alumno de 
escuela primaria y 
secundaria.
Al terminar 1982, cuando el 
presidente López Portillo cedió la 
cúspide 
el poder político a los 
administradores, se dio por 
terminado el 
fideicomiso y el trabajo quedó 
totalmente a cargo de El Colegio de 
México.
El equipo lexicográfico había 
comenzado a reducirse a raíz del 
conflicto laboral de 1980. A partir de 
entonces, con la práctica 
bien 
consolidada y unos 
colaboradores que llevaban ya 
años de trabajar 
juntos, el análisis y la 
redacción siguieron 
avanzando. El grupo 
nuclear quedó formado por Luz 
Fernández Gordillo, Francisco 
Segovia, 
Laura Sosa, Carmen Delia Valadez y 
Carlos Villanueva (más tarde se 
incorporó el documentalista 
Gilberto Anguiano). En promedio, 
un 
redactor termina tres artículos 
lexicográficos por jornada de 
trabajo. 
Ha habido artículos que han 
llegado a costar hasta un mes de 
trabajo, 
debido a la complejidad de 
los significados y los usos 
de las 
palabras. Una de las 
características de la 
lexicografía, que 
generalmente se toma en cuenta 
sólo como anécdota, pero que 
incide 
profundamente en el trabajo es 
que, al hacer el análisis 
semántico de 
la propia lengua se produce 
un fenómeno psicológico 
notable: la 
necesidad de objetivar el 
vocablo en estudio para 
poder notar todos los 
elementos que contribuyen a la 
formación de su significado 
conduce a 
una enajenación total de la 
lengua, que se traduce en una 
inquietante 
opacidad, que impide 
continuar el análisis por 
varias horas; tiene uno 
que dejar pasar cierto tiempo, 
distrayéndose con otra 
actividad, para 
recuperar el sentido de la 
lengua y poder terminar el 
análisis y la 
redacción. La lexicografía es 
una dedicación de 24 horas 
diarias, pues 
la mente sigue trabajando las 
dificultades que plantea el 
significado 
de cada palabra incluso 
durante el sueño. Esa 
peculiaridad y el tiempo 
que debe uno ceder al 
proceso personal de 
recuperación del 
significado 
es, probablemente, uno de los 
motivos para que la redacción de 
un 
diccionario tome tanto 
tiempo.
El siguiente paso, a partir de 1986, 
consistió en prolongar el 
procedimiento de ampliación 
concéntrica de la redacción, 
tomando como 
nuevo objetivo terminar un 
Diccionario del español 
usual en 
México (DEUM 1), formado 
por todos los vocablos que 
tuvieran una frecuencia mínima 
de diez apariciones en el CEMC. Escogimos esa 
cuota mínima porque nos 
garantiza que 
el vocabulario que cumple con 
ella es verdaderamente usual. El 
DEUM 1 se publicó en 1996 y 
fue muy bien recibido tanto 
en México como en el extranjero. 
Finalmente habíamos ofrecido 
un 
pequeño diccionario con 
las características que debía 
tener, de 
acuerdo con el proyecto y el 
compromiso inicial: la 
selección de 
vocablos garantiza que se trata de 
voces realmente utilizadas en 
el 
español nacional de México; 
se orientan hacia la tradición 
culta de la 
lengua, pero corresponden a 
los usos más extendidos de 
una lengua 
común, en la que las voces 
coloquiales y populares, con 
las que tan 
fácilmente se identifican los 
mexicanos a sí mismos, 
aparecen bien 
explicadas y tratadas sin 
sospecha de incorrección, 
ni “conciencia del 
desvío”. He definido el DEUM como un diccionario 
para el 
ciudadano medio, que lee 
periódicos y desea poder 
comprender la mayor 
parte de lo que se dice en el 
ámbito nacional, sobre la base 
de su 
propio sentimiento de la 
lengua. Buscamos develar para 
ese ciudadano 
una lengua rica y arraigada en la 
experiencia mexicana. En 
vista del 
éxito del DEUM 1 y para 
poder seguir ofreciendo, 
sobre 
todo a los estudiantes, un 
diccionario en un solo tomo 
y relativamente 
fácil de manejar, pusimos en 
circulación una segunda 
edición, 
corregida y aumentada con 
vocablos cuya frecuencia 
mínima en el CEMC fuera de 
ocho apariciones; ese es el 
DEUM 2, que ahora 
circula.
El vocabulario de una lengua es 
ilimitado e innumerable. 
Tiene que 
morir una comunidad 
lingüística completa para que su 
vocabulario deje 
de crecer y, aun así, es 
imposible hacer un 
diccionario que lo 
contenga todo. Por más que las 
casas comerciales editoras 
de 
diccionarios compitan 
entre sí, desde el siglo XIX, anunciando cada vez más 
cientos y 
miles de vocablos 
incorporados a ellos, la idea 
de “riqueza” 
cuantitativa de una lengua que 
difunden en sus 
sociedades no significa 
nada en relación con la real 
complejidad y variedad léxica 
de las 
lenguas. Una enseñanza 
notable de nuestro estudio 
cuantitativo, que se 
hizo patente al reflexionar 
acerca de los vocablos cuya 
frecuencia fue 
menor de diez y mayor o igual a 
ocho en el CEMC es 
que existe un núcleo léxico 
de nuestro español cercano 
a los 15?000 
vocablos, que es el que 
constituye el “español 
mexicano nacional”, es 
decir, el que se utiliza en todo 
el país, sin distinción de 
regiones y 
de correlaciones 
exclusivas con grupos 
sociales determinados. Más allá 
de esa cifra, la aleatoriedad 
constitutiva del Corpus se ha 
vuelto evidente. Se puede 
explicar con una imagen 
biológica o 
astronómica: notamos un núcleo 
léxico como el de un sol o como 
el de 
una célula, en torno al cual el 
resto del vocabulario de 
frecuencia 
más baja aparece como un 
deshilachado de su orilla, como 
una periferia 
caótica. A partir de esa 
“membrana”, encontramos 
muchos nahuatlismos 
específicos, muchas voces 
propias de diversas 
ciencias y técnicas, 
muchos nombres de seres de la 
naturaleza, que no forman campos 
léxicos 
completos y bien 
estructurados, sino que 
apuntan a un horizonte 
cambiante, que depende 
completamente de las 
características y de los 
textos que forman este CEMC.
En estas condiciones lo que 
podemos afirmar, tanto para las 
dos 
versiones del DEUM 
como para este diccionario, 
es que 
garantizamos que todo el 
vocabulario contenido en 
ellos se usa o se ha 
usado en el español 
mexicano del siglo XX 
y principios del XXI. 
También, que no incluye 
todo el vocabulario del 
español de México, pero que 
los 
faltantes que encuentre cada 
uno de sus lectores no 
obedecen a ninguna 
exclusión normativa o 
prescriptiva, como nos tenía 
acostumbrados la 
tradición lexicográfica 
española (pues la Real 
Academia parece estar 
cambiando). Es decir, la 
ausencia de un vocablo en 
el diccionario no 
quiere decir, ni que “no 
exista”, ni que “no lo 
aceptemos”.
No apelamos a que nuestros 
lectores nos concedan a 
priori una 
autoridad propia, derivada 
de la institución en la que 
trabajamos o de 
la calidad de nuestros grados 
universitarios o nuestros 
diplomas 
individuales. Si el DEM gana alguna autoridad, algún 
ascendiente en los 
juicios normativos que cada 
persona haga sobre su 
vocabulario, será resultado de 
su fidelidad al español de 
México, a 
los ricos matices que 
adquiere el significado de 
nuestras palabras, a 
los usos que hemos podido 
comprobar. Lo que queremos, como 
hemos dicho 
desde nuestra primera 
publicación, es devolver a los 
hispanohablantes 
mexicanos el vocabulario de 
su propia lengua, tal como se 
usa, para 
que lo conozcan y aprecien 
mejor. En cuanto a la gran 
comunidad 
hispanohablante, en América, 
Europa, Asia y África, lo que le 
ofrece 
el DEM es un 
vocabulario de uso 
mexicano que hace evidente la 
unidad de la lengua por la que 
tanto nos hemos esforzado 
desde la 
época de nuestras 
independencias, a la vez que 
muestra la riqueza 
derivada de un español 
arraigado en la experiencia 
histórica de 
México, seguramente semejante a 
la variedad que se encuentra 
en los 
otros veintiún países que forman 
la comunidad hispánica, y que 
históricamente ha sido 
soslayada por el centralismo 
académico y la 
idea de la lengua a que ha dado 
lugar.
Este diccionario es el 
comienzo de una empresa que 
debe perdurar. 
Estamos lejos de haber creado 
un diccionario semejante, 
en tamaño, a 
los afamados Merriam-Webster, pero 
creemos que hemos echado los 
cimientos y el primer piso de 
una gran construcción.
Nos hemos tardado treinta y siete 
años en elaborar el 
diccionario. 
Para nosotros, sus autores, es 
el plazo completo de nuestra 
vida 
profesional. Hemos visto nacer 
a nuestros hijos y, algunos de 
nosotros, a nuestros nietos. 
Una de las experiencias 
peculiares que 
ofrece la lexicografía es 
precisamente la de la vivencia 
diferente del 
tiempo: empeñados a diario 
en unas cuantas palabras, no 
miramos hacia 
la finalización del trabajo, como la 
hormiga no calcula el tamaño 
final del agujero que excava para 
hacer su hormiguero; se trabaja y se 
teje a diario y, como Penélope, se 
desteje por las noches para 
llegar 
al día siguiente a corregir los 
textos producidos el día 
anterior. El 
tiempo que nos rige es el 
tiempo calendárico, el tiempo 
público, pero 
el tiempo en que está inmersa la 
construcción de un 
diccionario es el 
de la propia vida, de su 
acontecer diario; quizá esta 
experiencia se 
acerque más a la de los antiguos 
constructores de pirámides, 
para 
quienes el tiempo de su vida 
se diluía en el tiempo cósmico y 
su 
propia historia en la de la obra 
terminada, que a la que fuerzan los 
plazos y los calendarios 
administrativos. Ojalá que el 
público 
mexicano así lo comprenda, y 
sea benévolo, aunque crítico, 
con nuestro 
trabajo. Como dice el viejo dicho 
latino: “Lo perfecto es enemigo 
de 
lo bueno”; hemos tratado de 
escribir un buen 
diccionario, que dista de 
ser perfecto. Como la “materia 
oscura”, que la cosmología 
contemporánea juzga existir en 
el universo y ser mucho mayor que el 
universo que vemos, lo que falta 
recoger en nuestro 
diccionario es 
mayor que lo que ofrecemos, pero 
había que comenzar a hacerlo.
Renovamos a nuestros lectores 
el agradecimiento por su 
acogida y les 
agradeceremos aún más que nos 
hagan llegar sus observaciones, 
para que 
en un futuro, que deseamos 
próximo, este Diccionario 
llegue a 
convertirse en el mejor catálogo 
del vocabulario del español 
de 
México*.
Luis Fernando Lara
*Al lector interesado 
en los métodos 
utilizados para elaborar este 
Diccionario, así como en los 
pormenores de nuestra 
investigación, le sugerimos leer 
Investigaciones lingüísticas 
en lexicografía (El Colegio de 
México, 1979) de L. F. Lara, R. Ham Chande e I. 
García Hidalgo, así 
como Dimensiones de la 
lexicografía. A propósito del 
Diccionario del español de 
México (El Colegio de México, 1990) y 
Teoría del diccionario 
monolingüe (El Colegio de México, 
1996) 
de L. F. Lara.
¿Cómo citar el diccionario?